Imagina a un joven promedio, es estudiante universitario,
mexicano, viviendo el mes de octubre del 2014. Las redes sociales vomitan
imágenes de protestas reclamando por la misteriosa desaparición de 43 incautos
que serán comparados por el resto de la historia con las víctimas del Tlatelolco.
2 de octubre, no se olvida y el 26 de septiembre tampoco.
San viernes ha llegado y una salida promete una conquista
certera, nuevas amigas llegan a la ciudad, entre todas una caerá… Oh viernes,
anhelo de la clase media que se afloja el nudo de la corbata tomando una
cerveza helada.
La salida estaba prevista, planeada y ratificada por el grupo
de amigos de nuestro joven, nada feo por cierto. Un estudiante de ingeniería
civil, atlético y bailador. Todos emocionados por el escape alcoholizado que se
avecinaba, cambiaron sus botas por zapatos y vistieron con camisa de manga
larga.
Y ahí está nuestro joven, perfumado, expirando juventud,
hormonas y un mundo a sus pies, el ritmo de la música dirige su cuerpo, pasan
las horas y las botellas se van vaciando mientras el súper yo se disuelve en etanol. Está feliz, pleno, se siente
infinito. Hay esperanza en su futuro incierto y hay paz sin remordimientos por
un pasado familiar.
La botella se va terminando y no pasan tres minutos cuando el
generoso del grupo grita eufórico: “¡Yo picho la otra!” y la fiesta sigue,
bailando, nuestro joven domina la situación.
Brazos arriba, el vaso en mano y viendo a su alrededor,
meseros van pasando con charolas, cambian cubetas de hielos y bajan a las
mujeres que bailan sobre las mesas. Son las tres de la mañana y va para largo.
Nuestro joven detiene la mirada en la pluma del mesero que
entrega una cuenta en la mesa vecina y una serie de pensamientos en cadena se
desatan en su cabeza: pluma-libreta-mochila-escuela-clase-cultura-viaje-viaje-viaje-D.F.------
¡¡¡Tengo que estar a las 7 en el Tec!!!! Vio la hora en su reloj intentando
enfocar las manecillas, 3:30 am… “Ya valió” pensó, “no me puedo regresar
ahorita, vengo con él, debería dormir por lo menos unas dos horas…” La chava
que estaba enfrente de él seguía bailando y ahora lo tenía tomado por el cuello.
“Sí me despierto, con que llegue antes de las 6 me puedo bañar…”
Y así fue, llegó no sabe cómo, a su cuarto a las 6 de la
mañana y dejó caer su cuerpo en el colchón, desplomándose… de repente una
llamada de su mamá lo despierta a las 7:30 y le desea buen viaje. La cabeza
retumbando en un cuerpo deshidratado, la boca pastosa por una saliva espesa que
sabe a whisky. “¡Mamá! Perdí el autobús, sigo en mi casa, seguro ya van en
camino”. –Resuélvelo, hijo.- contestó su madre.
Tomó su mochila, cartera en mano y un celular con media pila,
en la calle tomó el primer taxi que se le atravesó y se dirigió a la
universidad, al llegar al punto de encuentro no había nadie, ni autobús, ni
compañeros. “Me lleva…” pensó.
Cerca de su universidad había una plaza que también era
salida de autobuses, tomó otro taxi y llegó, sacó dinero del cajero para
comprar el boleto de la próxima salida al D.F. Empezó a hablarle a sus compañeros
de clase para avisar que iba en camino, y mientras esperaba su salida empezó a
sentir el frío que hacía, eran las 8 y había salido sin chamarra. Su cuerpo
desvelado empezó a temblar.
-¿No trae chamarra joven?- Una señora rodando los 60 años, le
preguntó.
“Claro que traigo chamarra pero me gusta el frío entonces la
guardé en mi mochila y ahí está bien, fíjese” –No, se me olvidó.- contestó con
una sonrisa fingida.
Por fin llegó el autobús y esperando poder dormir en él se
acomodó en su asiento reclinándolo. No llevaba ni 15 minutos de viaje cuando un
bebé empezó a llorar.
“¡¿Por qué, por qué!?”
tomó su celular y por un mensaje avisó que llegaría en hora y media al museo,
preguntó la dirección y se dio cuenta que estaba en el centro de la ciudad. ¿Y
ahora cuánto le iba costar un taxi de la terminal norte al centro? El resto del
viaje fue un incesante intento por dormir interrumpido por los llantos del bebé
que parecía estar siendo torturado. Y la cabeza reventando.
Con el temor provinciano de llegar al distrito federal,
recorrió la estación siguiendo los letreros que indicaban la salida, vio a un
señor que ofrecía servicio de taxi y lo tomó.
-Al museo de Memoria y Tolerancia, por favor.
-Cámara joven, ahorita llegamos.
El viaje en taxi solo sirvió como recordatorio a su estómago
que iba vacío. El tráfico de la ciudad le quitó media hora más y a las 10
estaba pagando 120 pesos frente a la entrada del museo.
Marcó a su compañero, rezando porque su pila no muriera. El
compañero le avisó que ya habían terminado el recorrido y debía alcanzarlos
para que la maestra lo viera. En la entrada explicó que venía con un grupo de
estudiantes, pero la recepcionista le dijo que su maestra solo había pagado los
boletos de las personas que ingresaron. Pagó su boleto dejando su cartera en
ceros. Preguntó por la última sección y estaba en el último piso, subió dejando
los pulmones en el tercer piso y encontró a su maestra, le explicó la situación
y le dio las indicaciones de las notas que debía de tomar. “Y va para
calificación.” Especificó.
Solo, con hambre, frío, sueño, sed, un poco de náuseas y un
dolor de cabeza insoportable inició el recorrido más triste que se pueda tener
en un museo, las desgracias de la humanidad concentradas en un solo lugar,
entre genocidios y campos de concentración se soltó a llorar. “Este mundo es
una mierda” pensaba mientras tomaba las notas correspondientes. En ese momento
sólo se acordaba de su mamá, necesitaba un abrazo y alguien que le dijera que
el día iba a mejorar.
Terminó el recorrido y ya estaba totalmente deprimido.
Días antes, había quedado con su hermana de ir a comer ése
sábado, su celular estaba a punto de apagarse y logró escribir en su libreta el
número de su hermana. Cuando salió del museo pidió a su compañero una llamada y
le habló, ella le indicó que lo recogería en el zócalo junto a la bandera. Sí,
ya iba a comer, con su hermana, se podía bañar, iba a descansar y podría desahogarse
de la peor mañana de su vida.
Junto a la bandera esperó durante 10 minutos, el sol empezó a
calentarlo mientras pasaba gente de todo tipo, políticos, vendedores
ambulantes, payasos con globos, monjas, y a lo lejos distinguió la silueta de
su hermana quien se acercaba con una sonrisa en la boca, nuestro joven se
emocionó al verla y después de saludarla con un beso y un abrazo preguntó:
-¿En dónde estás estacionada?
-No me traje el carro, ¡cómo crees, nos vamos en bici!
…